
Sabía complacer a los clientes y recordaba sus gustos para dispensarles, la siguiente vez, un trato personalizado que cautivara su fidelidad comercial.
Cuando la edad empezó a matizarle encantos y reducir ingresos, compró un caserón en el Barrio de Salamanca y se convirtió en Doña Carmen. Llegó a tener una veintena de pupilas y por sus alcobas pasó lo mejor de la época: autoridades, banqueros, aristócratas, militares, clérigos... Duro a duro, fue reuniendo un importante capital de incierto destino.
Se entristecía Doña Carmen pensando que, cuando falleciera, nadie visitara su tumba y dedicó su fortuna a la construcción de un atractivo mausoleo en el que reposaran sus restos.
En sus enormes muros de mármol negro, hizo grabar a cincel los nombres de todos los clientes que, bien La Carmela, bien Doña Carmen, atendieron en vida.
En la lápida, tras el nombre, destaca su lema de siempre: «Memoria y discreción hasta la muerte».
Y nunca faltan visitas.
(Relato presentado al concurso de Esta Noche Te Cuento; tema: Epitafios).
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