Parecía que ese día iba a ser como cualquier otro en el
último año y medio. Se había levantado y después de afeitarse y asearse,
mientras desayunaba, le echó un vistazo a la prensa digital en su tableta
electrónica.
Como cada día, antes de salir de casa, se acercó a la
ventana para ver qué día hacía y decidir si debía abrigarse o coger el
paraguas. Se encontró con un cielo grisáceo, propio de esta época en Madrid,
que no parecía amenazar lluvia. Bajó la mirada hacia la calle por adivinar la
temperatura en virtud de lo abrigados que vistieran los viandantes. Algo llamó
su atención. Grupos de personas, de distintas edades y aspecto, se iban
agrupando en las proximidades de su vivienda sin apariencia de dirigirse a
ninguna parte. Algunas portaban carteles que no alcanzó a poder leer desde su ático.
No le pilló de sorpresa. Hacía un tiempo que lo esperaba y
lo temía pero estaba preparado. Abrió el baúl y sacó las prendas que se iba a
poner. Falda ancha y larga, jersey oscuro de felpa, mantilla de lana sobre los
hombros y peluca y pañuelo en la cabeza. Por encima un delantal estampado con
bolsillos. En cada brazo una cesta de mimbre con manzanas ocultando en su fondo
la tableta y un portafolios.
Así, disfrazado de vendedora de manzanas, sale del portal de
su casa. Consigue pasar desapercibido entre la multitud que ocupa silenciosa la
acera en espera paciente. Ahora sí puede leer sus carteles. Predominan los del "Sí se puede" y otros de "STOP Desahucios".
Cuando deja atrás la muchedumbre aprieta el paso, no se le vaya
a hacer tarde, reafirmando su voluntad de no dejarse violentar el voto,
¡faltaría más!.
Ya ha previsto que se quitará el disfraz en los aseos de una
cafetería, en la misma carrera de San Jerónimo, antes de llegar al trabajo.
La sesión es a las doce; no sabe qué asuntos se someten hoy
a aprobación. No importa, el jefe de grupo, con el gesto convenido, indicará el
botón que hay que pulsar.