Tendría alrededor de cuatro años cuando empezó a suceder. Después de la última cucharada, mi cuerpo empezaba a disiparse hasta tornarse completamente invisible. A continuación, debía permanecer callado para no desvelar mi presencia porque mi voz sí se oía y cualquier sonido descubriría mi presencia y mi ubicación. Lo más difícil era contener la risa cuando tomaba un objeto y lo desplazaba ostensiblemente a otra parte del cuarto, al ver el gesto de asombro de mi abuelo. Su cara de sorpresa provocaba mi diversión. Solo ante él se producía este fenómeno mágico y era el único que conseguía que siempre me lo comiera todo. Ahora les ocurre a mis nietos.
(Relato finalista en el VI Concurso de Microrrelatos El Roblón. Tema: el legado de nuestros abuelos).
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