Con algo de fiebre, tos seca y dificultad para respirar, don Álvaro, reflexivo y regordete, dirigió sus 85 años y algo más de kilos a la unidad de urgencias del hospital. Tras la habitual anamnesis y las pruebas que fijaba el protocolo, el doctor Olarte, un joven residente, se pertrechó de ánimo antes de decirle con voz requebrada desde detrás de su mascarilla:
–Mire, don Álvaro, está contagiado del virus. No vamos a ponerle respirador porque por su edad y su enfisema pulmonar pensamos que no sería efectivo. No le oculto que su situación es delicada, se va a quedar ingresado y tenga la seguridad de que vamos a hacer lo posible para que no sufra.
–Gracias, doctor –respondió el anciano con gesto de resignación–, no se preocupe. Entiendo que deban dedicar los recursos a personas con más futuro. Yo ya he vivido bastante. Gracias.
Olarte no pudo evitar la humedad en sus ojos mientras, con la protección de sus guantes, apretaba una mano del paciente.
Seguro que don Álvaro también entendería que a su sepelio solo asistieran dos de sus tres hijos. Era el cupo permitido.
#NuestrosMayores
(Relato presentado al concurso Zenda sobre Nuestros Mayores).
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