Si hay dos rasgos destacables en mi personalidad son la constancia y la curiosidad. Constancia, hasta la obcecación, por conseguir cualquier cosa que me proponga, por difícil que sea. En esto, la rendición o el abandono no son palabras que formen parte de mi diccionario. La curiosidad entendida como mente y ánimo abiertos a experimentar cualquier cosa nueva, sobre todo si de sexo se trata. Sea lo que sea. Sí, incluso eso que estás pensando, querido lector, también; ya lo probé hace tiempo, fue en un confesionario de la Catedral, pero esa es otra historia que ya contaré en otro momento.
El caso es que me hablaron de la autofelación y en un principio creí que se trataba de un concesionario de coches. Cuando me lo explicaron mejor pensé que era algo reservado a superdotados, que no era mi caso. Sin embargo, me picó la curiosidad cuando me dijeron que era la experiencia más placentera que nadie pudiera disfrutar. Más que el propio onanismo, dónde iba a parar, o cualquier mamada realizada por boca ajena, aunque fuera sin dentadura. La razón era clara y muy simple, al ser uno mismo quien se procura satisfacción se puede elegir el punto exacto de mayor sensibilidad, la presión idónea del roce, la apropiada intensidad de la succión y hasta el ritmo adecuado para una óptima prolongación del clímax. No se puede omitir entre las ventajas, por obvia, la ya conocida de los efectos beneficiosos del semen para el cutis y la digestión, con el añadido del nulo riesgo de rechazo al tratarse de sustancia propia.
No tardé en desear con ahínco probar tal maravilla y haciendo mío el eslogan de «el tamaño no importa» me empeñé en resolver tal nimiedad. Empecé recurriendo a cremas y geles que decían garantizar un crecimiento de no sé cuántos centímetros en unas pocas semanas. Nada. Aunque dupliqué la dosis recomendada, mi órgano mantenía las dimensiones anteriores al inicio del tratamiento y lo único que cambió de tamaño, disminuyendo, fueron mis ahorros. Entonces acudí a un célebre curandero. Más de lo mismo, mucho ungüento, mucho incienso, mucho mantra, mucho ritual, mucha verborrea y los mismos decepcionantes e inamovibles parámetros de siempre.
Inasequible al desánimo, decidí buscar la solución a esa distancia insalvable por mis propios medios. Para ello me inspiré en prácticas de tribus africanas que había visto en televisión, en documentales de National Geographic. No tardé en comprobar que el método era lento pero efectivo. El progreso, poco a poco, se fue haciendo notorio y constatable. Llevo ya un año y calculo que en seis meses más el objetivo estará alcanzado. Los labios ya me llegan al ombligo. La próxima semana empiezo con el estiramiento de la lengua.
(Relato finalista en el concurso DoReMicro Viajeros, con el tema Autofelación).
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